Hay un libro inexistente dedicado a Fausto, Elio y Pablo, amigos con los que rompí noches y armé días. El libro en algún futuro será "Una mañana".





RELATOS DE
“Una mañana” (2002-2005)


El recuerdo de Juan

A Juan le gustaba cuando ella ponía cara de ratoncito. Decía dulcemente que sí y sonriendo siempre parecía. Hoy Juan mira los autos, vende alfajores en la estación. Cuenta luces que estallan del frío en la ciudad; y está, tan con las raíces en ésta tierra maldita, que riega fantasmas con el sudor de la frente. Acaricia un recuerdo húmedo entre las piernas, y no piensa más que oraciones y esquinas peligrosas, que sólo saben de él.
En el subte b nadie deja ponerse dos por un peso en la pierna, en el tren si: Están más cerca de él esas manos que vinieron de salta o chaco y que cenan todas las noches dos por un peso. Juan acaricia sus raíces en el aire. Ayer plantó un helecho en una latita de duraznos que colgó de la ventana, por donde entra violento el sol en verano y débil en invierno, por donde cuenta luces de ciudadanos que van a sus casas a dormir prósperos y veloces, a sus camas blancas, blancas firmes y calidas, releyendo la pagina anterior de una novela que duerme bajo el velador, y “Segafredo” y pantuflas y lo peor es que él no lo sabe. Él sólo se sonríe cuando la recuerda. Su ratoncito roe las zanahorias de su memoria.
Juan regresa a su casa, vamos a decirle casa con un sol derribado en los techos maltratados por una lluvia oscura. Toma mate con alfajores que sobraron, que dejaron poner en sus piernas los que votaron un presidente, su presidente. Prende un pucho y vuelve a recordarla. Ahora sonríe. Cuenta algunas luces menos. Juan se duerme con zapatillas. Sueña la noche y autos pasan volando sobre su cabeza que sueña, sueña.




Pabloviene

Arrastrando la tarde viene. Siempre jugando en las mismas palabras que no piden de comer, pero que sí caen arañándose entre ellas. Pablo trae un muerto siempre bajo el brazo. Quema olvidos interminables y teme volver a donde ya está parado. Su guitarra lo extraña un poco y una pobre novia también. Un barrio de clase media quedó atrás, y sabe que comer le hará bien, que el sol suele desplegar sus bondades sobre los hombres en las plazas, y que trabajar tiene su pequeño lado bueno, que enamorarse es cada vez más cosa del pasado, pero que hay nuevas formas: modernos suegros con alguna pequeña culpa, por no haber cambiado el mundo, que se puede tener a favor. Pero, Pablo arrastra los días, se repite en trenes que solo vuelven, y sabe que dormir no le hará mal, y algo se rompe cada noche. Pablo arma sueños y nada, pero nada, le quita el mundo que llueve de la boca.






El amigo invisible

Con las letras que aprendí a escribir mamá sigo escribiéndote. Con aquellos ojazos sigo viendo el mundo, y me duele porque tiene mucho barro y frío. Sé que hago las cosas mal para llamar la atención, para que me mires, y deslices tus ojos por el arco iris que te hice en el pizarrón. Yo dibujo tu nombre en el rocío de los autos, y la lluvia me encanta porque es como un pájaro, ¿y a quién se le ocurre? Cada gota una pluma, cada charco un ala, su vuelo, la distancia que nos moja.
Con las letras que aprendí a escribir mi nombre, escribo el tuyo a mi lado, con letras como frutas en mi pared, y luego de ser hoy, un hombre responsable para el mundo (un verdadero tonto) todavía espero que me llames, como esperaba escuchar el timbre de la escuela, para salir a la calle llena de sol, para luego volver y escribir en aquel pizarrón, secretamente tu nombre.






Un árbol de naranjas


Las manos andaban bajo la ropa, en esa pileta con forma de riñón. Nunca las tardes tuvieron tantas naranjas rodando por los techos. Nos quedaba la boca hinchada de tanto chupar ese jugo temprano que nos hacía llorar los ojos. Nunca la besé, eso era cosa de películas, pero recuerdo el olor de su piel salpicada de barro y sol. Nos reíamos tanto, de contentos, de agua y verano.
En invierno eran falanges los árboles señalando el cielo gris, y la vereda llena de hojas que papá barría. Nos ocultábamos de los grandes en la pileta vacía y andábamos con las rodillas verdes de pasto y los cachetes colorados echando humo por ahí, hasta que nos gritaban ¡está la leche!, cosa que terminábamos cuanto antes, para seguir pateando las hojas que el viejo juntaba en prolijos montositos.
En verano era cruzar los misterios de la siesta, y cuando caía la tarde cazábamos bichitos de luz en un frasco con media. Luego, nada pero nada tenía más locura que jugar a las escondidas con ella, jugar en la noche pesada entre grillos y sapos, entrar al galpón, mirar detrás de las puertas, cruzar el patio sin luz, cosa que tanto terror me daba; pero, saber que en alguna parte ella estaba oculta, agazapada, riéndose de mi, lista para asaltarme, y matarme de miedo y amor. Nada, pero nada me ponía más loco y contento que eso.
Hoy, miro allá: Esos días donde ahora duerme el sol, ese amor que ahora se parece tanto a las tardes de mis días, allá donde por primera vez, un día vi como las cosas se ponían blandas a través de mis ojos, y sentí esa extrañeza que habita en todas las cosas, y que había visto en los ojos del Viejo un domingo de julio después de comer. Esa vaga sensación que huele a naranjas, a puertos, a pájaros y caminos, y que se parece tanto al silencio que habita entre las flores, que ruge en el mar siempre, y que arde en el vino. Entonces sentí allí, lo que era el tiempo, una mano lenta pero cierta acariciando las diásporas de nuestros relojes. Porque fue un día, que su familia se mudó. Y no sé a dónde, esas eran cosas de grandes, y nunca supe a dónde, pero mis viejos un día sacaron el árbol de naranjas, que estaba enfermo, y a ella no la volví a ver aquel invierno ni aquel verano.
¡Viste!... y aún sigo jugando, y mirando triste detrás de las puertas. Cuando leo el diario, o recaliento café, después de pagar algún impuesto, siento a veces el eco de mí voz gritando “piedralibre”:
Atraparla, burlar al tiempo, correr por el patio como un pequeño loco, ponerle fin al juego. Tocar la pared.





El ritmo de la lluvia


Abandonado. Enamorado de lo precario, lo confuso y olvidado. Sucio y adormecido, tirado sin nada y todo, todo cerca y lejos de las manos. Aquel amor no se desenredaba de las sabanas salvo para freír algún huevo y hacer mate o llevar algún libro a la cama. Mataba puchos aplastándolos en tazas y ceniceros desbordados de impaciencia y calma. Sólo tiempo bellamente perdido.
Miraban por la ventana: Afuera el viento galopaba en el mundo desplumado y gris. Un vago deseo nacía y moría de los cuerpos, dormía… dormía y despertaba para intentar algo antes no hecho, y de vuelta se repetían dulcemente los cuerpos. Ponían música, revolvían inútilmente la alacena. Sólo se oían las respiraciones, lejos. Luego una boca emergía de la muerte, una caricia brusca, y devuelta al ruedo la piel, la desesperación por morir nuevamente entre las sabanas ya húmedas.
El misterio golpeaba en las ventanas. El silencio como un pájaro se posaba sobre los cuerpos, como los verdaderos, allá en los árboles volando a los techos huyendo de la tormenta.
Por un instante, cada uno pensaría entre las sabanas, en alguien a quien dirían palabras sin sentido, una historia secreta que transcurriría silenciosa, oculta bajo mordiscos en orejas y bocas, y lenguas que bajan muy al fondo, y una llamada postergada, porque ya no importaba nada, sólo estar allí, germinando deseos, negándose a la ropa, a las “marcas”, a tomar los documentos, buscar monedas, correr trenes o colectivos, y andar adecuándose al mundo.
Allí dentro, el humo enredaba entre los dedos, un hilo blanco sin tiempo, y una caricia débil caía por las espaldas, cuando el techo comenzaba a marcar, nuevamente el ritmo de la lluvia.





Una mañana

Esa mañana Mario barrió las últimas tristezas de la vereda antes de que asomara el sol. La noche anterior había dejado sobre una silla un viejo saco azul, el mismo con el que salió de la iglesia, con los bolsillos llenos de arroz un día.
Las mañanas de septiembre aún son frías. La luz tímida del sol suelta los primeros rayos sobre los techos que contrastan con los resabios del invierno.
Mario toma mate, escucha radio. Hacía rato no leía un diario, pero esta vez sus amigos estaban en los titulares. Su esposa se levantó despeinada, le acarició la cabeza y lo besó en la sien.
- Vas a volver mi amor - le dijo Estela.
-Si... voy a volver, al fin voy a volver - respondió Mario viéndola a los ojos, de los que se había enamorado para siempre, y luego miró la ventana; la calle.
Cuando Mario Alberto González de cincuenta y ocho años pidió un boleto de un peso y luego bajó del colectivo repleto de gente, lo atravesó un montón de chicos que iban a la escuela, cruzó la calle donde vio el bar de la grapa a la mañana, y fugas dejó una sonrisa reflejada en la memoria de su vidriera, apuró un poquito el paso y haciendo una cuadra más, dobló en la esquina. Ya había llegado. Estaban todos allí. Muchos de los viejos y otros nuevos. Todos estaban allí y él también esperando entrar como hace 20 años atrás, saludando a los más jóvenes que habían dado el último y decisivo empujón para que todo aquello sucediera. Un minuto de silencio y la memoria trajo a los amigos a estar entre ellos: el “loco” Juárez, el “Pilincho” y Carlitos. Cantaron el himno. Recordó tantas plazas llenas a las que ya había ido tan cansado. Mario estaba en la primera fila. No cortaron una cinta, solo abrieron un gran portón, y cantaron una vieja canción. Hubo gritos y abrazos. Ya adentro pasando la recepción y las oficinas centrales, un técnico (un muchacho joven) llamó a Mario. El “viejo” Mario, como le decían, se acercó erguido, serio. Se acomodó la boina. Saludó al joven técnico, miró a sus compañeros. Puso su mano sobre el tablero. Se dio el gusto de tardar un segundo más. Alguien grita su nombre. y observando los relojes, encendió los motores. Mario vio la planta principal de la fábrica y lloró.









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